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  • Al trabajar con la sem

    2019-04-28

    Al trabajar con la semántica de la digestión, y apelar order q vd oph una especie de “piedad gastronómica”, multiplicando toda una metafórica de la transubstanciación divina bajo la sustancia humilde de la harina, con efectos “reales en la somática del cristiano consumidor”, el Sacramento se acoge a una fenomenología contradictoria, a una dinámica de lo inescrutable y a la retórica pleonástica de la más pura tradición religiosa barroca, consciente de provocar el “dulce” pavor de percibir que tanto “se encierre en pan tan breve”. Por este camino, sin aminorar un ápice las consecuencias de una puesta en escena tremendista, se acerca la homilética de indios a la predicación común y letrada en los púlpitos peruanos, hasta desactivarse por un instante la brecha instaurada entre una y otra, cuando la oratoria a criollos y españoles, despegada de problemas prácticos, hilara el tejido culterano de la fineza crística en los sermones de José del Aguilar o hallase retorcidos enjambres de analogías en la prosa de Espinosa Medrano. ¿Qué hace Jesús, por ejemplo, en la “Oración Panegírica al Augustísimo Sacramento” en Cuzco por el Lunarejo bajo el perfil ingrato de una murena en beso de amor con la culebra/alma, que acude a esa unión oceánica tras haber vomitado sus pecados en forma de veneno en la orilla del mundo?
    XI. Si nos detenemos en un auto como El dios pan que, firmado por Mexía de Fernangil, elige el género de la égloga en tanto vía de convicción evangélica o de soberbia exposición pedagógica y pone en escena la conversión del pagano Damón tras asistir a la celebración de un Corpus Christi con todas y cada una de sus aporías, nos encontramos rebasado ampliamente el límite de lo bizarro que un misterio como el de la Última Cena, explicado a legos, podía permitirse. No es éste el lugar para discutir la adscripción teatral de la obra o su condición más bien irrepresentable. Lo que no cabe duda es de su voluntad aleccionadora respecto a uno de los asuntos teológicos centrales en la época: algo de lo que ofrece señales la conformación dialogada de la pieza y su utillería de imágenes o emblemas con los que volver plásticas las difíciles verdades expuestas, recursos ambos (óptica, diálogo) que recomendara el Tercer Concilio como vía preferente de adoctrinamiento. Poco a poco, mediante la contemplación de altares levantados por el Corpus en una ciudad que podríamos identificar —en lo argentino de sus referencias— con la Potosí, productora de plata, y gracias a la persuasión de las razones planteadas por el cristiano Melibeo, el pastor Damón acaba convencido de la superioridad y grandeza de una religión que brilla con el sacrificio sacramental de su figura máxima. Pero la obra reduce la analogía entre la Comunión con la hostia consagrada y el dios Pan del título a taxon la sola homofonía del nombre. Y, al contrario, como arrepentida de la audacia, apenas explota las concomitancias derivadas, quizá por ser la deidad griega una figura hedonista y epicúrea, vinculada a una naturaleza sensual y a un caos sin ley, como fijará de modo rotundo Baltasar de Vitoria en su Primera Parte del Teatro de los dioses de la gentilidad. En cambio, las posibilidades de otras alegorías no se pasan por alto cuando María se vuelva una Ceres católica que amasa y hornea, en el amor de su virgíneo vientre, la nueva y salvadora hogaza mística de su hijo y mesías. Los cambios acelerados bajo los cuales se nos presenta Cristo en la obra hacen de él una figura proteica, capaz de transformaciones inusitadas a la medida de antiguos politeísmos conspicuos y hasta procaces, sin que la operación eucarística disimule ahora su proximidad con una antropofagia sagrada en la que “comiendo pan divino”, se coma “carne y sangre viva/ y en un bocado (se) reciba/ al gran Dios que es uno y trino”. Pero en concreto uno de esos altares de la obra coloca en enigma la figura de un águila que enfrenta sus polluelos con la luz de un sol cegador. De igual forma la Iglesia utiliza la potencia lumínica de la hostia para descubrir y reprobar, a su lumbre, “quien viene dudando: y por su hijo/ eligiendo al que fijo en la fe santa/ no se turba ni espanta”. El jeroglífico enseña entonces una nueva condición, inquisitorial y probatoria, del Sacramento, razón de cautela para el indio de escasa fe, débilmente preparado, y una poderosa característica de la Comunión que impone sus condiciones de acceso y mide la propiedad de su reparto, confortando a los buenos pero deslumbrando al “hereje ciego en su malicia”. La muy hábil retórica de la propuesta permite integrar una mecánica altamente segregadora en la definición teológica del sacramento que se convierte efectivamente en marca, pero en marca de escisión por la que el cuerpo de Cristo discrimina a sus comensales. Cuando ya San Agustín había defendido la libre disposición de los sacramentos a los fieles, la concesión del pan consagrado se veta con medidas que emanan del propio misterio y que se elevan a parte intrínseca del mismo, al operar ahora con una inusitada y automática capacidad selectiva. Y no es sólo que se precisen ciertas condiciones para comulgar, sino que la Eucaristía en sí sirve para la comprobación y refrendo de la pertinencia del creyente que a ella, como a un sol examinador de verdad doctrinaria, se aproxime sin la preparación acertada.